En una de las paradas que hizo mi tren sabía que te iba a encontrar. Iba ilusionado, con mi uniforme de gala, dispuesto a combatir en aquella guerra. Fuimos cientos, miles, millones...pero te supe distinguir al poco tiempo en la batalla. Fue un largo camino llegar al punto P a la hora H hasta encontrarnos con nuestro reducido ejército del que decidimos desertar para unirnos a una causa más común. Gritamos, corrimos, reímos, nos miramos...olvidamos la guerra para sintonizarnos mutuamente.
Se oyeron disparos; el enemigo había cruzado el frente sin previo aviso, y nuestros aliados corrían. Bloqueados por unos segundos, nos cogimos de la mano y corrimos; corrimos sin rumbo, ya no recuerdo si con la corriente o a contracorriente, sólo sé que nuestras manos no se soltaron. Me centré en ese punto: el roce de tu piel con mi piel; me estaba dejando llevar en exceso por las pasiones y esa flaqueza podía descubrir nuestra posición al enemigo, pero no me importó.
Llegó la tregua, obtuvimos nuestros salvoconductos, y entre las barreras de los soldados imperiales nos despedimos con un largo beso. Mi estación no era la misma que la tuya; nuestras vías se dirigían hacia distintos destinos, pero hacía tiempo que luchábamos para encontrar la estación común. Pasé miedo...Estaba todo oscuro y el gran pasillo de mercenarios me observaba como queriendo atacarme. Por los pelos, sólo por los pelos me monté en mi tren.
Quedaba un largo camino hasta mi país, y la noche se me hizo llevadera hasta que crucé la frontera. Fue en ese momento cuando un escalofrío recorrió mi espinazo y pensé: "¿y si ésta ha sido la última batalla?". Por lo menos había salido ileso. Pero duró poco. Al llegar a mi estación, allí me esperaban; de nuevo una fila de mercenarios mentales, camuflados, me pusieron una capucha y me encerraron en un calabozo oscuro.
La oscuridad se hacía dura, y más duro era escuchar voces familiares fuera...Mis verdugos me conocían y sabían mis puntos débiles. Allí me tuvieron en un estado de sollozante sopor hasta que decidí despertar. Muy poco a poco comencé a excavar un túnel con las uñas y me autocondecí la libertad condicional. Mientras trabajaba tuve tiempo de pensar, de llorar, se asumir que nada sería lo mismo. Y así fue; el final de mi túnel me llevó a un recinto con muchas vallas que saltar para volver a ser libre. No era lo que esperaba, pero cada valla que saltaba era un obstáculo menos para llegar al sol.
Efectivamente fue nuestra última batalla juntos. No sé si volamos tan cerca del sol que nuestras alas de cera se derritieron, o si por el contrario, el frío las cristalizó y un golpe las rompió. Ahora queda la cicatriz de esas alas, cerrándose poco a poco, aunque con un hueso vestigial que me acompañará por siempre.
Mejor me voy al vagón restaurante; creo que si me alimento bien me volverán a crecer las alas.
Mejor me voy al vagón restaurante; creo que si me alimento bien me volverán a crecer las alas.